
La Dulce, quedó preñada a los 17, del Toño.
A los dos les dieron la peor pateadura que recuerdo. Sus padres
se ensañaron en el culo de los chiquillos y el único paso que les permitieron fue el matrimonio.
En verdad, esto no tiene nada de raro. En el barrio, nos sucedió así a casi todos, la diferencia fue que, ellos, a poco de estar casados, se ganaron la lotería. Cuando lo supe me puse las gafas y me fui al café de Pepín, pedí de todo hasta saciarme y luego llamé a la Dulce y le pedí me pagara la cuenta, la Dulce me dijo que no tenían aún el dinero, entonces ven a firmar un “te debo”, si no vienes tu hijo va a nacer tonto. La Dulce se asustó y el Toño también se asustó, al final llegaron juntitos a firmar el “te debo”.
Otros del barrio también se aprovecharon y fueron a comer donde Pepín a cuenta de los suertudos chiquillos. Por otro lado el Pepín pensó que estaba de suerte, pero, un día, el padre de la Dulce, que era policía, visitó al Pepín para dejarle en claro que lo que estaba haciendo era ilícito y sin más le tiró por la cara los recibos “ te debo”.
Años más tarde iba yo caminando por una calle del barrio residencial cuando escuché una voz conocida. Miré y vi al Toño dentro de un Ferrari con dos pequeños, un cabezón feo y una niña bonita, igual a la Dulce.
Despertada mi curiosidad por saber de esta nueva vida de la Dulce y del Toño y sin tener nada que hacer, se me ocurrió la idea de espiarlos. Averigüé la dirección de su casa y un día desde uno de los árboles en la calle, los espié. El Toño tomaba un trago mirando la televisión en la sala. En el segundo piso estaba la Dulce tirada sobre la cama, miraba al cielo raso, se notaba tensa, de pronto se levantó y agarrando la almohada comenzó a darle a las cosas sobre los muebles. El Toño, sobresaltado por el ruido se levantó. Lo vi aparecer en el dormitorio. La Dulce comenzó a darle al Toño por la cabeza, él le arrebató la almohada y la tiró por la ventana, tenía la mano lista para darle a la Dulce cuando los niños gritaron “papá, se cayó la almohada”.
Me bajé del árbol y me pregunté que le habría pasado a la Dulce.
Al estar cesante yo tenía todo el tiempo del mundo para averiguarlo. Supe que la Dulce se pegaba arrancadas al balneario y, una tarde, la seguí en mi bicicleta. Cuando llegué al balneario se venía la puesta de sol. Supuse la encontraría en los autos estacionados a lo largo de la costanera y no me equivoqué. Estaba ahí, escuchando música y fumando. Comencé a pedalear mi bicicleta en frente a su auto, ni me pescó, parecía ida, se me ocurrió tocar la bocina y entonces ella miró.
–¿Dulce, te acordai de mí?.
La Dulce, siempre buena onda, se bajó del auto y me dio un abrazo, ¡Tanto tiempo! ¿Qué hací?
Me invitó a sentarme en el auto; después de mirarnos y reírnos de nada le dije, te vi llorar y dejar la cagá en tu casa.
–Es que el Toño me exaspera, todos los fines de semana mirando la tele y en la semana, la tienda, nunca ningún tiempo para mí, ¿entendí?
-¿Y qué querí hacer tú poh?
-Salir con los niños; no sé poh, hacer algo…
Abrió la cartera y sacó un papelillo de un polvo blanco y lo aspiró. – ¡Ay, me deprimo tanto… mira, ya se va el día!
El sol se hundía como una naranja en el mar…
No volví a hablar con ella hasta el día que supe de la muerte del Toño. Lo llevaron de emergencia al hospital, cada arteria de su cuerpo había colapsado, sobredosis.
Llamé a la Dulce por teléfono.
– “tá la cagá,- me dijo- y sabí, yo estoy con los tiritones, me cuesta hasta sostenerme en pie, habla con “el camión”.
-Tranquila, aguanta Dulce, ya pasará. Ok, yo voy a hablar con “el camión”.
Colgué el teléfono. No hablé con nadie, demasiado peligroso.
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